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En el torbellino de monedas e ídolos burgueses vacilantes se vislumbra en el horizonte el colapso del sistema capitalista |
Crisis de mediados de agosto
No estamos en el “viernes negro”, sino en su espasmosa y esperada víspera. Que revienten el charlatán y su inmunda serpiente: la chusma de los ideólogos burgueses y el venenoso régimen del Capital.
¿Basta esta perspectiva? Es todo para la clase asalariada. La certeza de que sus cadenas se romperán para siempre ya no es un “sueño” de pensadores. Los hechos, los tan invocados hechos sobre los que el oportunista juega sus cartas para engatusar al obrero agotado a un ritmo inhumano por la fábrica, no ofrecen alternativas. La ciencia es impotente, la propaganda retorcida. En el Corriere della Sera del pasado 21 de agosto, Cesare Zappulli, alma cándida, escribía: «Pero esto de las balanzas de pagos es otro de los insondables misterios de la economía monetaria, al no poder ver cómo todos los países al mismo tiempo pueden pretender tenerlas activas, es decir, en crédito hacia el exterior. ¿Quién será entonces el deudor?».
Los “misterios” de la economía capitalista, es cierto, son un rompecabezas. Todo en el régimen del capital es un misterio y un rompecabezas. Incluso las llamadas ciencias exactas. Se vive bajo el lema de lo “útil”, de lo ventajoso, del mors tua, vita mea. Hace más de un siglo que ese tal Karl Marx, vilipendiado, desnaturalizado o ridiculizado, señaló la fecha de muerte de la ciencia en todos los campos: cuando la clase burguesa, aún revolucionaria, habiendo conquistado el poder político, tuvo que pisotear sus propios intereses de clase, los intereses de la especie humana, los intereses futuros. Desde entonces no hay más ciencia, búsqueda de la verdad objetiva, sino solo sumisión de la naturaleza a las necesidades de una clase explotadora del trabajo realizado por otra clase, la proletaria.
Son las bromas de la matemática y de la razón. La razón, con su filosofía, para no negar Capital y Trabajo Asalariado, ha tenido que volver al ya vilipendiado Dios. ¡Pero qué tiene que ver el Padre Eterno con la Ley de la gravedad! El cálculo infinitesimal no hace cuadrar la “ecuación de intercambio” de Fischer, y entonces, para enderezar la barca de la mala conciencia, se inventa la brillante “teoría de la extrapolación”. Es cómodo, demasiado cómodo, señores “científicos”. Marx os amonestó con el Poeta: «Aquí conviene dejar toda sospecha; toda vileza conviene que aquí esté muerta»!
Y los nudos salen a la luz. Cada día, cada instante. El régimen choca contra el muro de sus contradicciones naturales –es decir, propias de su naturaleza– intentando involucrar en ellas a la clase que, ignorante, lo alimenta con su precioso e insustituible trabajo físico.
Lectura marxista de la economía
No para coquetear, pero también podríamos escribir “lectura clásica de la economía”. Los “herederos” de Ricardo son marxistas “legítimos”: como decir, parafraseando a Marx, que «la economía clásica es el proletariado que tuvo el valor de rebelarse». Ricardo tuvo la viva sospecha de que su economía vendía una mercancía capitalista. ¡Pero no tuvo el valor de cruzar la línea divisoria suprema que lo separaba del marxismo revolucionario!
Para discutir, por lo tanto, los recientes, pasados y futuros enredos económicos en los que el sistema capitalista se ve atrapado, no bastó recurrir a presuntos “marxistas” o doctrinas “interpretativas”. Son los ideólogos modernos, bien secundados por sus oportunistas lacayos, quienes pretenden forjar “nuevas” teorías llamadas neo-capitalistas, como en su tiempo se intentaron neocolonialistas e imperialistas.
¿El imperialismo? El imperialismo no cambia la estructura de la economía moderna. Es una superestructura. El capital financiero no es una nueva categoría, parida por la fantasía burguesa. El capital financiero es la sublimación del capital tout court. El concepto de capital en Marx es unitario, como el mismo concepto de valor de cambio; mientras que para los burgueses tanto el Capital como el Valor se convierten en capitales y valores. Cada mercancía tiene valor, un valor determinado por una ley económica única y unívoca (descubierta por Marx), no por las mil circunstancias que, combinándose en un caleidoscopio de causas y con un caleidoscopio de causas y concausas, hacen decir al burgués: ¡el valor, este desconocido!
Lenin, citando la definición de Hilferding y aprobándola, añade sin embargo que es incompleta en cuanto a la concentración monopolística. Esta es la cita: «Una parte cada vez mayor del capital industrial ya no pertenece a los industriales que lo emplean. El capital se pone a su disposición solamente por medio del banco, que representa, frente a ellos, el propietario. Recíprocamente, el banco debe emplear en la industria una parte cada vez mayor de sus capitales; y de esta manera se convierte, en proporciones cada vez mayores, en capitalista industrial. El capital bancario –y por lo tanto el capital en forma de dinero– que en la realidad se transforma así en capital industrial –es llamado por mí capital financiero (…) El capital financiero es el capital de que disponen los bancos, pero que es empleado por los industriales» (Lenin, “El imperialismo”).
¿Marx no lo sabía? Citamos del Tercer libro de El Capital: «Con el desarrollo de la gran industria, el capital monetario, en cuanto aparece en el mercado, está representado en grado cada vez mayor, no por el capitalista individual, por el propietario de esta o aquella fracción del capital que se encuentra en el mercado, sino que se presenta como una masa concentrada, organizada, que, de manera completamente diferente de la producción real, está puesta bajo el control del banquero que representa el capital social». La actividad industrial, es decir, depende exclusivamente de los bancos, del capital monetario.
La economía capitalista, por lo tanto, no deja de estar fundada en el valor y en su valorización, siendo el dinero una expresión simplemente “fantástica”, al mismo nivel que la convertibilidad en oro y plata de todos los títulos de crédito, incluidos los signos monetarios.
Las crisis monetarias desvelan el “misterio” de la economía capitalista, descubren su caducidad, y ponen al descubierto la falacia de toda fantasía doctrinaria.
Comercio honesto y Bienestar son dos categorías que la propaganda pseudo-científica ama manejar para “extrapolar” sobre las leyes de la economía. Estas leyes (la palabra podría inducir a considerar eterno el mecanismo económico, como el cósmico) condicionan este modo de producción, no todos los modos de producción. El burgués pretende que el sistema económico del que vive y se enriquece nunca reviente, porque, en cuanto burgués, él reventaría con él. Cuando las cosas le dan la razón, entonces saca a colación categorías estéticas o morales. Al estilo de Proudhon. En el fondo, el burgués ha conservado la mentalidad del pequeño-burgués. La economía capitalista desarrollada tiende a deshacerse de este utensilio antediluviano sustituyéndolo por un ejército de siervos asalariados: lo que confirma que la bestia humana, en la sociedad de clases, se vuelve cada vez más bestia.
Intercambio de equivalentes y Bienestar
En esta fatídica noche de mediados de agosto, un altavoz anuncia al mundo atónito que, de ahora en adelante, las deudas del Estado americano, contraídas con la emisión de un diluvio de papel moneda, archilegal, bendita y anhelada incluso más allá del Telón, se pagarán al 80% de su valor original. Noticia feroz para los poseedores de dólares. De un solo golpe la colina baja un 20%. Los capitalistas no americanos se desesperan, pero no se atreven a invocar las sagradas leyes de la economía: el intercambio de equivalentes. El robo está aquí. Nadie se atreve a reclamar.
El robo es mucho menos sucio que el que se perpetra diariamente en detrimento de la clase asalariada. Al obrero asalariado se le dice: Aquí tienes tanto dinero como el que hemos pagado por tantas horas de trabajo: ni un céntimo más, pero tampoco un céntimo menos. La conciencia del patrón, del director, del presidente, o, si se quiere, del capitalista financiero, que gira y gira debe mantener a flote el barco partiendo de este intercambio “honesto”, está tranquila. Pero el puñado de monedas dadas al obrero al final de la maldita jornada de trabajo es igual sólo al valor de las mercancías que deberá consumir para volver a ser útil al capital; no es igual al valor que ha producido en el mismo tiempo. Valor tres o cuatro veces mayor. Marx, pillando in fraganti a los economistas de su tiempo y de hoy y de mañana, si logran sobrevivir, los ilumina: ¡no habéis comprado el trabajo del obrero, sino su capacidad de trabajar, su fuerza de trabajo! Esta fuerza produce mucho más de lo que recibe en forma de salario. De ahí la plusvalía, el robo del beneficio, de la renta de la tierra y de todos los vividores.
La “broma” de Nixon forma parte del juego. En la mesa de juego, las reglas son de hierro: no importa perder o ganar, sino que el juego continúe. El robo entre capitalistas es normal. Lo anormal es que la clase proletaria siga siendo depredada por la clase capitalista. La falsa ley de los equivalentes ha saltado incluso entre burgueses. ¡Qué ley de mantequilla!
Los inventores de la teoría del Bienestar o Welfare son los anglosajones. En palabras proletarias, se enuncia así: producir más ahorrando.
No vamos a recordar que esta tontería surgió cuando esos brujos de americanos cogieron al vuelo la pelota rusa de la “coexistencia pacífica”. Ciertamente, había que superar la gran Cortina con una “ofensiva de paz” bendecida por los curas de todos los colores. En particular, esto sonaba a bendición de los curas rojos, útil para mantener postrado al gigante obrero.
Veamos cómo. ¿Qué significa producir más ahorrando? En lenguaje prosaico es una patraña, en el científico una falsa teoría. Ahorrar significa, en última instancia, consumir menos producto neto o plusvalía. Consumir menos plusvalía y producir más significa aumentar el producto neto. ¿Cómo lo arreglamos, entonces? ¿Quién consume el creciente aumento del neto? Es un misterio entre tantos, de los que el mecanismo monetario es un reflejo. Se lo querríamos trasladar a ese periodista del Corriere della Sera. No respondería, está enredado entre las espinas de la cuenta de débitos y créditos. Aquí, en cambio, hay que enredarse en una cuenta bien distinta: la de la caída tendencial de la tasa de ganancia. ¡Ay, es la caída de los Dioses, en la que ni al periodista ni al capitalista les gusta de pensar!
¡La excedencia no consumida va al capital! Las canallas, para desviar el odio insaciable del proletario, le cuentan de los ocios desvergonzados del burgués en las villas, a pesar del obrero, para ocultarle el verdadero destino del beneficio empresarial. Una parte creciente del beneficio debe destinarse a inversiones “productivas” de valor, es decir, a máquinas más rápidas y perfectas para aumentar la productividad del trabajo. Durante un tiempo el mecanismo funciona. Los precios tienden relativamente a bajar, porque el mismo valor está ahora encerrado en una masa creciente de mercancías. Pero finalmente llega el colapso: el mercado está saturado de capital inutilizado. La tasa de ganancia se desploma. También se desploma el sistema productivo.
He aquí el Welfare. Mitología capitalista.
El fuego vivificador de la producción
El ideal capitalista sería M = D, que el valor de las mercancías producidas fuera siempre intercambiable con la masa de los signos monetarios en circulación. Este movimiento perpetuo del intercambio impediría cualquier crisis monetaria. Ningún colapso comercial periódico afligiría a la sociedad capitalista. Es fácil reconocer en esta fórmula la utopía de la pequeña burguesía y de los falsos partidos obreros: el comercio “honesto” reclamado por los débiles y los sometidos. Los productores de mercancías van al mercado donde encuentran poseedores de dinero, que se intercambian recíprocamente. El nuevo poseedor de dinero, con esto, en cuanto empresario, vuelve a adquirir en el mercado medios de producción; y el nuevo poseedor de mercancías puede siempre intercambiarlas por dinero. El río de la producción fluye entre las orillas de leche y miel del respeto de los intereses recíprocos.
Sin embargo, a un cierto grado de desarrollo de la producción, por efecto del crédito, se perciben las primeras perturbaciones.
El crédito, como un resorte, ha desatado las energías más recónditas del mecanismo productivo. En el mercado aparecen más mercancías y también más signos monetarios, como es lógico. Pero estos signos monetarios asumen una función diferente a la tradicional moneda de cambio. Tienen vida independiente del intercambio de mercancías. Se compran y se venden como mercancía. No tendría sentido intercambiar tela por tela, mesas por mesas. Significa que los signos que se intercambian tienen un contenido diferente y, por lo tanto, también una forma y función diferentes. Así es. Al principio se intercambia oro, «encarnación autónoma de la riqueza social», por papel moneda, luego los más dispares títulos de crédito, como letras de cambio, cheques, etc.
El intercambio M = D aún podría funcionar solo si se pudiera saber no solo la consistencia en el mercado de la masa de M, sino también la de D. Mientras se intercambiaba por oro y plata, la cosa era posible. Pero desde que cualquiera puede producir letras de cambio y cheques, en plena libertad, la cantidad de la masa de estos signos de valor es totalmente desconocida. Es imprevisible. Desde entonces, desde que los títulos de crédito han suplantado en el comercio al oro y la plata, la presencia de las crisis es siempre latente. Cuanto más se expande el mercado, más la función de las monedas de crédito suplanta al metal, más inestable y precario se vuelve el comercio. Al menor contratiempo, comienza la carrera desenfrenada por convertir la moneda de crédito (letras de cambio, cheques, etc.) en moneda bancaria y ésta en oro y plata. Esto es lo que sucedió en el “gris” inicio de vacaciones de agosto.
Las monedas nacionales, también signos de crédito, tienen la misma función que los demás instrumentos de papel, con la diferencia de que deberían tener un cierto contenido áureo, una proporción dada entre el número de monedas emitidas y el stock real de oro y plata depositado en los cofres de los bancos centrales.
El “drama” del dólar ha consistido y consiste precisamente en esto. Se ha pretendido desvincularlo del valor del oro, continuando la impresión de papel moneda sin cesar. Si el papel moneda adicional hubiera descansado sobre un igual aumento de oro en las arcas del banco, nada habría ocurrido. Sin embargo, al no haberse verificado esta correspondencia, el aumento de la masa de dólares ha significado su depreciación respecto al oro, disminuyendo aún más el contenido áureo de la moneda. De este modo, la presión sobre el oro fue doble: por un lado, la de los dólares en circulación y, por otro, la de otros títulos de crédito sobre los dólares. La inconvertibilidad de los dólares en oro correspondió a la inconvertibilidad de los títulos de crédito en dólares. La producción en este punto amenazaba con bloquearse.
Reversibilidad de la crisis monetaria
Contracción crediticia, por tanto, como medida inmediata. Pero así el uso de las fuerzas productivas bajaría del 80% e incluso más, y la crisis monetaria habría dado inicio a la crisis de producción. De hecho, la persistencia de la crisis monetaria y sus dimensiones internacionales amenazan realmente la producción. Y la crisis monetaria podría resolverse en una crisis productiva no solo americana sino mundial.
Inicialmente, la crisis monetaria no pone en crisis la producción de ganancias, sino su realización. Los capitalistas ven, es decir, reducida la conversión de las ganancias en moneda en el mercado. En consecuencia, al persistir este estado de precariedad, dejan de producir, porque producirían sin ganancias. «La tasa de ganancia -comenta Marx, El Capital, III- constituye la fuerza motriz de la producción capitalista: solo se produce lo que puede producirse con ganancia y en la medida en que tal ganancia puede obtenerse».
He aquí el porqué de la actual fase llamada neo-proteccionista de EEUU: volver a poner en marcha la producción y con ella la ganancia, con la ayuda de desgravámenes fiscales a favor de las empresas y con el bloqueo de los salarios. Si, a pesar de las medidas de protección arancelaria y de incentivo a la producción, la crisis monetaria persistiera, induciría a todos los demás Estados a tomar las mismas medidas que EEUU, y sería la guerra comercial entre los Estados, antesala de la crisis general, o de la guerra.
De nuevo Marx: «La extensión o la reducción de la producción (…) no se detiene cuando las necesidades están satisfechas, sino cuando la producción y la realización de la ganancia imponen esta detención». La crisis tiene esta función: recrear las condiciones para producir y realizar la ganancia, sin la cual cesaría el verdadero objetivo de la producción capitalista, que consiste en la valorización del capital y no en el consumo.
Origen de las crisis
¿Cuándo cesa la posibilidad de valorización del capital, condición sine qua non para la existencia del modo de producción capitalista? Es siempre Marx quien responde: «La enorme fuerza productiva en relación con la población, tal como se desarrolla en el seno del modo capitalista de producción y, aunque no en la misma medida, el aumento de los valores de capital (no solamente de sus elementos materiales) que se acrecientan mucho más rápidamente que la población, se encuentran en contraste tanto con la base para la que trabaja esta enorme fuerza productiva, que, relativamente al crecimiento de la riqueza, se vuelve cada vez más angosta, como con las condiciones de valorización de este capital creciente. De este contraste tienen origen las crisis».
A su vez, el carácter social de la producción y el carácter privado de la apropiación constituyen el terreno en el que madura este contraste.
Ya hemos visto cómo, con el desarrollo de los medios de crédito, se extiende la posibilidad de la apropiación individual de la riqueza, teniendo cada uno la posibilidad de adquirir mercancías contra letras de cambio y cheques, certificados de pago a vencimiento diferido: verdaderas hipotecas sobre el trabajo futuro. Y este es el aspecto que podemos definir como superficial, el que se manifiesta precisamente en el acto de la realización de los valores.
La misma contradicción se verifica en la producción. La producción es social, es decir, realizada por masas de asalariados, quienes, en virtud de la creciente división del trabajo, consumen en común los medios de producción. La producción del producto neto, plusvalía, ganancia, es, por lo tanto, producción social. Lo que es privado es la apropiación de este resultado de la producción. Al capital variable y al capital constante se reparte el producto neto en partes dispares antes del intercambio. La disponibilidad para el consumo de la clase proletaria está preestablecida en el acto de la producción, no del intercambio.
La masa de los salarios crece en absoluto, por el aumento del número de asalariados, pero disminuye en relación con el capital, el cual tiende a apropiarse en medida creciente del producto neto, privando de él a la clase de los asalariados.
¿Qué significa la transformación del producto neto en capital? Significa transformarse en medios de producción, en máquinas, herramientas, etc., condición de la producción. El atasco de la producción, es decir, la crisis, ocurre aquí en el ámbito del empleo de los medios de producción, cuando no produciría ganancias, y dejan de ser capital.
El crepúsculo de los Dioses
Así, la misión histórica del modo de producción capitalista, la de aumentar el desarrollo de las fuerzas productivas, llega a su fin. Esto es cierto no desde hoy, sino desde hace más de un siglo, cuando las primeras crisis resquebrajaron el sistema y, en un mundo aún atrasado, se comenzaron a destruir inmensas riquezas. La misión ha terminado. Para siempre. A una crisis le sucede otra. Una crisis es la premisa de la siguiente. El sistema se mantiene en pie, precisamente.
Pero ¿qué fuerza hace que esta monstruosa máquina sobreviva a sí misma? ¿Que una parte creciente del producto neto se transforme en capital? La respuesta a esta pregunta también tiene más de un siglo. Es la fuerza militar y estatal del régimen capitalista, la que permite el continuo despojo de la fuerza de trabajo, la transformación del plusproducto en beneficio y, por tanto, en capital, en una fuerza social, es decir, que somete al trabajo asalariado a la clase de los proletarios, de los sin reservas.
La cuestión del poder es la cuestión actual de la clase obrera. Pero ninguna violencia podría someter a la clase obrera si esta no fuera víctima de los engaños, de los lazos que la mantienen atada al cadáver putrefacto del régimen. El conjunto de estos engaños y de estos lazos tiene un solo nombre: oportunismo.
La crisis monetaria del capitalismo plantea dramáticamente la crisis del propio régimen. Pero esta crisis no será aún la resolución del enfrentamiento social a favor del proletariado si el propio oportunismo no entra en crisis con el régimen.
Dos poderosas crisis preceden a la venidera, la crisis de 1929-33 y la de 1938 en vísperas del 2º conflicto mundial. Faltó entonces la crisis de los partidos oportunistas, que sometieron a la clase obrera a los vaivenes de la sociedad capitalista, salvándose a sí mismos y al sistema, y revelándose cómplices.
Al crepúsculo de los Dioses burgueses sucederá una nueva aurora proletaria cuando la catástrofe económica y social arrastre al polvo de la derrota histórica irreversible los ídolos falsos y mentirosos de defensa de la economía, de la patria, de la democracia, del «socialismo en un solo país», de la paz entre las clases.
El impenetrable misterio del “inflastag”
Nuestros economistas se han encontrado, inesperadamente, con otro problema. Lo han llamado “inflastag”, es decir, inflación-estancamiento. Dos fenómenos económicos contemporáneos de perturbación, uno en contradicción con el otro. Misterio de misterios. Insondable.
El fenómeno se verificó por primera vez en EEUU el año pasado, cruzó el océano y llegó a Europa. Está vivo y coleando hoy también aquí en Italia y en la potente Alemania.
Si el producto, en lugar de venderse a su valor, se vende a un precio incluso ligeramente superior al precio de producción, se contiene la caída de la tasa de ganancia. El expediente funciona mientras el mercado es capaz de absorber las mercancías producidas y mientras las oscilaciones al alza de los precios respecto al valor se estabilizan. Es uno de los axiomas “científicos” de la Escuela de St. Louis, que postula, precisamente, como corroborante económico una cierta tasa de inflación.
Cuando, en cambio, la inflación entra en espiral, por la que los precios de todas las mercancías, incluido el de la fuerza de trabajo, se persiguen, entonces se vuelve incontrolable y la devaluación monetaria reconduce bruscamente los precios a sus valores y la producción tiende a estancarse con una reducción igualmente brusca tanto de la masa como de la tasa media de ganancia. Mientras tanto, la competencia, que en fase de euforia productiva no es acentuada, se recrudece. De ahí los aranceles protectores, las medidas de apoyo a las diferentes economías nacionales.
Este fenómeno de “inflastag” caracteriza, por lo tanto, el límite de la ruptura de la economía capitalista, muestra cómo el modo de producción capitalista, para sobrevivir, debe recurrir a artificios por los que, luego, es arrojado a una crisis. Que para los economistas es obvio que sea indescifrable..
Las contramedidas que toma la parte capitalista para contener la caída de la tasa de ganancia, agotados los expedientes, son las conocidas y clásicas: contención o reducción del coste del capital constante y depreciación de la fuerza de trabajo, de los salarios. Es el método que EEUU está aplicando. Viejo como el capitalismo mismo. Basta con aumentar la productividad del trabajo para acrecentar el capital constante trabajado por la misma masa de salarios, obteniendo un mayor producto. O reducir la masa de los salarios y aumentar la plusvalía. De todos modos, la maniobra el capitalismo solo puede operarla sobre la piel de los obreros. El llamado neo-capitalismo solo puede aplicar recetas del siglo pasado, del “viejo capitalismo”.
Dos perspectivas, dos soluciones
Bloqueo de salarios, pues, y reducción temporal de la producción, son las medidas burguesas que golpean a una sola de las clases sociales, la proletaria. La clase obrera no tiene otra opción que “el combate o la muerte”.
Pero los ideólogos del capitalismo no saben prever que, con el fin del sistema al que sirven, también desaparezca el género humano. No se atreven ya a sostener que este sea “el mejor mundo posible”. Es el caso de uno de los máximos pontífices de la “ciencia económica”, Schumpeter, el cual, al prever justamente que el “gran negocio” no podrá durar mucho, preanuncia la destrucción del mundo, el suicidio de la humanidad por esta grave pérdida. O es el caso del menos trágico Röepke que, sosteniendo también él la imposibilidad de una carrera tan desenfrenada de la producción gran-capitalista, sueña con el retorno a una economía pequeño-burguesa, mesurada, sabia, sin sobresaltos. Son visiones, la primera, del gran capital que, antes que morir como fuerza social, lanza su grito de muerte al socialismo, muerte a la especie; la segunda, de la pequeña burguesía, delirante con una producción y una sociedad a su imagen y semejanza. A esta segunda visión se une la oportunista que, atribuyendo los males económicos, sociales y políticos a la mala voluntad de capitalistas y gobernantes burgueses, inocula en los obreros la trágica ilusión de que, preparando modificaciones y reformas al sistema capitalista, sustituyendo a los hombres en el poder por hombres nuevos, viejos partidos por nuevos partidos, aun dejando intacto el mecanismo económico, el capitalismo sea aceptable.
La solución histórica para el capitalismo es una sola: la nuestra, la del comunismo revolucionario, el sepulturero de la última forma clasista de organización del trabajo social.
Las perspectivas, por lo tanto, son compatibles con las premisas. Para el gran capital, la recuperación de la economía capitalista se basa en un aplastamiento más áspero del proletariado, y su salvación, finalmente, en la disolución de la crisis en una tercera guerra imperialista universal. Para el oportunismo pequeño-burgués, la perspectiva sigue siendo la recuperación económica en un Estado de bienestar en el que confluyan las “fuerzas sanas” de todas las clases, desde los “capitalistas honestos” hasta las burguesías nacionales, pasando por la clase obrera disciplinada y laboriosa, libre de toda veleidad revolucionaria. En todos se vislumbra la salvación, todos conjuran el colapso.
En la medida en que las reservas –que el capitalismo ha acumulado a costa de los trabajadores asalariados, para distribuirlas con el chantaje político acordado con los jefes oficiales del proletariado con el fin de mantener a la clase obrera alejada de la reanudación revolucionaria– se agotan, por la extensión de la miseria social en forma de creciente desempleo, de destrucción de la riqueza, de vejación política, el proletariado será impulsado, quiéralo o no, hacia la única vía histórica abierta: la de la revolución comunista, del derrocamiento violento del poder estatal burgués.
Esta es nuestra solución y nuestra perspectiva.
Escribíamos en 1956: «No es grave que el revolucionario vea la revolución más cercana de lo que está; nuestra escuela la ha esperado ya tantas veces: 1848, 1870, 1919. Visiones deformadas la esperaron en 1945. Grave es cuando el revolucionario pone un límite para obtener la prueba histórica».
Esta espera, para nosotros, de la Izquierda Comunista, dura desde 1919. Ha transcurrido medio siglo. Los desastres se han sumado a los desastres. Pero nosotros nos mantenemos firmes en los veinticinco años de Trotsky, y en los cincuenta años de Lenin, y en nuestro coincidente 1975. La revolución y el comunismo para nosotros no son hipótesis, son certezas.