Partido Comunista Internacional


Las causas históricas del separatismo árabe
(Il Programma Comunista, nº 6, 1958)



No es la primera vez que nos ocupamos de las causas del separatismo árabe. Ante todo debemos recordar al lector el artículo La quimera de la unificación árabe mediante acuerdos entre Estados, que publicamos en este periódico el año pasado en el nº 10. Hace unos días, el movimiento antimonárquico en Jordania había terminado en un derramamiento de sangre. Todos recordamos el desarrollo de aquellos acontecimientos. El éxito obtenido por el déspota de Ammán, apoyado por la VI Flota estadounidense y las tribus del desierto, contra el movimiento panárabe apoyado por Egipto, no sólo marcó un punto de inflexión en la política interna de Jordania, ya que provocó una ruptura abierta entre las monarquías árabes (Jordania y, con ella, Iraq y Arabia Saudita) y las repúblicas que encabezaban la agitación nasserista en el Islam (Egipto y Siria).


La última división

La división derivada de la crisis jordana se ha revelado plenamente en los últimos días con la proclamación de la República Árabe Unida que federa a Egipto y Siria. A ella se contrapuso inmediatamente la Federación Árabe surgida de la unión de Irak y Jordania. Para quienes siguen los acontecimientos en Medio Oriente, las nuevas invenciones constitucionales no son inesperadas. Ellas vienen a confirmar que la división árabe continúa más enconada y despiadada que nunca. La unificación árabe mediante acuerdos entre Estados sigue siendo una vana quimera. Para que se haga realidad, debe seguir caminos diferentes; no puede basarse en cambios en el orden establecido existente, sino, por el contrario, en su derrocamiento total. Es decir, debe seguir la vía revolucionaria. La cuestión importante es ver qué movimiento político es capaz de asumir la tremenda tarea de dirigir la revolución árabe. Pero no podemos, al menos por ahora, ocuparnos de ello, ya que es necesario estudiar primero las causas históricas que impiden la realización de la unificación estatal de los pueblos de habla árabe de Asia y África. No pretendemos agotar en estas pocas líneas una obra tan imponente, ni siquiera trazar su plan completo, sino sólo abordar, y ni siquiera de manera definitiva, los grandísimos problemas que están relacionados con ella.

En primer lugar, ¿cómo debe plantearse la cuestión? Creemos que sólo puede plantearse en estos términos: ¿Qué factores históricos impiden la formación de un Estado nacional árabe, fomentando la perpetuación del nefasto subnacionalismo de los actuales Estados árabes artificiales, y actuando en sentido contrario a las tendencias unificadoras que se derivan de la lengua común, origen racial y tradiciones que distinguen a los pueblos que habitan el norte de África, desde Marruecos hasta Egipto, y el oeste de Asia, desde la península del Sinaí hasta el Golfo Pérsico?

Quienes creen poder responder a esta pregunta atribuyendo al imperialismo capitalista todas las causas de la escisión que desgarra el llamado mundo árabe ofrecen una visión incompleta del fenómeno. Y se entiende perfectamente por qué, si se tiene en cuenta que la división y balcanización de la nación árabe se produjo mucho antes del ascenso del imperialismo. De hecho, las antiguas tribus que salieron de Arabia tras la revolución religiosa social de Mahoma y conquistaron sus ubicaciones actuales en Asia y África, fueron prácticamente incapaces de formar una nación a pesar de los lazos de sangre y cultura.

Sólo durante un breve periodo el Califato consiguió imponer la autoridad de un poder central en el vasto imperio islámico. Decir, por tanto, que la división de los árabes es un efecto de la dominación imperialista no es exacto. En cambio, es cierto que la dominación imperialista pudo perseguir sus objetivos precisamente explotando los poderosos factores históricos que, desde el siglo X, impidieron la unificación de los árabes.

En otras palabras, para explicar la causa inmediata del sometimiento de los árabes al imperialismo capitalista, debemos recurrir a las luchas internas que se manifiestan en la existencia de numerosos Estados y pequeños Estados árabes, de diferente tamaño pero igualmente impotentes para escapar de las garras de la explotación y la opresión imperialistas. Pero explicar la desunión únicamente por la intervención imperialista sería incurrir en una tautología. En realidad, las causas de la desunión árabe están íntimamente relacionadas con la propia epopeya de la conquista musulmana.


El ciclo pasado

El mahometismo, codificado en el Corán, fue la ideología de la revolución social de los pueblos nómadas del desierto, dedicados tanto a la ganadería en tiempos normales como a la práctica del saqueo, que se sublevaron contra la poderosa oligarquía mercantil imperante en La Meca. Los ganaderos -los beduinos- y los pequeños agricultores constituían la inmensa mayoría de los habitantes de la península arábiga en la época de la predicación de Mahoma. Sobre ellos se alzaba el dominio de la poderosa oligarquía mercantil de La Meca, que monopolizaban el comercio marítimo a través del Mar Rojo y los transportes de caravanas que unían el interior con los puertos de la costa, cuando ni siquiera operaban la conexión por tierra, a lo largo del Sinaí, de los flujos comerciales de Europa y Asia. En sus manos se concentraba toda la riqueza, sin excluir los alimentos, que las tribus nómadas, cuando la sequía diezmaba sus rebaños, se veían obligadas a comprar a precios exorbitantes. Ejemplo no infrecuente en la historia de las revoluciones, Muhammad fue un desertor de la clase dominante que se había pasado al campo de la revolución, tras haber sido -hasta la Hégira- un rico comerciante de la poderosa tribu Coreisciti.

Debido a las especiales condiciones históricas en que tuvo lugar, la revolución mahometana sólo pudo ser una aplicación en dimensiones colectivas del saqueo beduino, es decir, una forma inferior de expropiación de la riqueza. La guerra santa islámica fue originalmente una guerra social contra la usura y la arrogancia de la riqueza. Pero la revolución, que salió victoriosa de la guerra social, sólo habría podido alcanzar sus objetivos a condición de que se convirtiera en un feudalismo agrario, como lo habían hecho en Europa los conquistadores bárbaros que habían derrocado al Imperio Romano. A esto se oponían las propias condiciones naturales del país, que era en gran parte desértico. En la historia del Islam, el desierto desempeña un papel importante, lo que demuestra que son las condiciones materiales las que forjan el destino de los pueblos, como a algunos les gusta expresarse.

La revolución que había desencadenado la guerra civil entre los árabes no pudo detenerse cuando los ejércitos islámicos conquistaron y unificaron, bajo la dirección del Profeta, su ancestral patria: Arabia. Al no poder lograr sus objetivos internamente, ya que muchos, tanto los primeros combatientes revolucionarios como los nuevos conversos, quedaron fuera del botín, fue necesario forzar las fronteras de los Estados vecinos. Así, la guerra santa mahometana adoptó bajo sus sucesores -los Califas- la forma de una invasión bárbara, impetuosa e irresistible porque a su paso se engrosaba con todos los oprimidos y explotados. Se convirtieron con entusiasmo a la nueva religión, una inflamada ideología revolucionaria que llamaba a los humildes y a los pobres, y rechazaba a los ricos y usureros con maldiciones apocalípticas. La tremenda erupción social invadió y sumergió rápidamente los dos grandes imperios que en Oriente perpetuaban tradicionalmente, contra los bárbaros, la función ya desempeñada por Roma en Occidente, a saber, el Imperio bizantino y el Imperio persa sasánida. Verdaderas cárceles de pueblos y sedes de la más refinada dominación de clase, se opusieron en vano a la conquista musulmana. Formidable ejemplo de cómo Estados poderosos y antiguos, pero conservadores, pueden ser doblegados por otros Estados recién formados o incluso en proceso de formación, ¡pero convertidos en invencibles por la furia revolucionaria que los impulsa!

En pocos años, del 632, fecha de la muerte de Mahoma, al 720, la conquista musulmana se extendió por un territorio inmenso. Desde Sind (la región sudoriental del actual Pakistán) llegaba hasta más allá de los Pirineos. El imperio persa sasánida había sido destruido, el bizantino enormemente mutilado. Asia Menor, Siria, Palestina, el Egipto romano y el Magreb se habían perdido para Bizancio. La monarquía visigoda de España fue aniquilada y desapareció en el aire, el centenario imperio sasánida, que abarcaba el actual Irak e Irán hasta Amu-Daria, se derrumbó estruendosamente y sus antiguas ciudades, como Bagdad, se convirtieron en los centros de la nueva civilización del Corán. Una inmensa revolución transformaba el mundo. Tanto más sorprendente resulta, reflexionando sobre ello, la incapacidad de los árabes, magníficos conquistadores, para crearse un Estado nacional.

En este sentido, los árabes son quizás únicos entre los pueblos conquistadores. Los mongoles, por ejemplo, consiguieron fundar imperios mucho más grandes que el musulmán, pero ocuparon los territorios conquistados durante poco tiempo, retirándose finalmente a su patria o siendo absorbidos étnicamente por las poblaciones nativas. Los árabes, en cambio, lograron superponerse a las poblaciones sometidas, incluso transformar los territorios conquistados en su patria; pero fracasaron rotundamente en su intento de superar su particularismo bárbaro y dotarse de un regimiento político unitario, un Estado nacional. Esto iba a retrasar enormemente, como vemos hoy, el desarrollo histórico de África y Oriente Medio.

A decir verdad, hubo un tiempo en que parecía que la tendencia unitaria iba a imponerse en el incandescente mundo islámico, y fue la época en que el califato pasó a manos de la dinastía de los Homeídades (660-750). Bajo su mandato, el Islam alcanzó su mayor extensión territorial, iniciando después su ineluctable declive. Los Homeídades, apartándose un tanto de la ortodoxia política coránica, intentaron liquidar el separatismo, profundamente arraigado en las tradiciones de un pueblo que había vagado durante siglos por el desierto sin conocer otra forma de convivencia social que la tribu nómada que se rebela contra cualquier forma de coacción que no sea la ejercida por las fuerzas de la naturaleza. Era un experimento apenas esbozado. El gran plan político de una monarquía nacional, absoluta y hereditaria, apoyada en una burocracia militar y civil que asegurase al centro del poder un control regular sobre el inmenso imperio, iba a fracasar estrepitosamente. Las fuerzas del ancestral anarquismo beduino iban a prevalecer sobre las tendencias centralizadoras y nacionales. El comunismo tribal primitivo, colectivista por dentro y anárquico por fuera, había permitido a los nómadas del desierto, pastores de ovejas y camellos e implacables asaltantes de caravanas y aldeas campesinas, arrollar a la aristocracia mercantil de La Meca. Había proporcionado el sustento de una fe fanática y un coraje fabuloso a la revolución mahometana. Pero actuó negativamente cuando, después de que las milicias islámicas hubieran abandonado Arabia y conquistado el inmenso imperio, se trató de darle una estructura política que asegurara su continuidad.

Algunos se sorprenderán de que atribuyamos cierta influencia negativa al comunismo beduino primitivo. Pero, para los marxistas, el comunismo no es un ídolo al que sólo se puedan dirigir elogios. Hay un comunismo primitivo que marca la salida de la especie humana del estado bestial de su existencia, y como tal es una revolución de inconmensurable importancia, quizá la mayor de todas las revoluciones. Al asociarse, el antropoide se convirtió en hombre. ¿Qué mayor homenaje puede rendir el marxismo al comunismo primitivo? Todo lo que existe, y seguirá existiendo, entre el comunismo primitivo y el comunismo moderno es, para el marxista, un paréntesis infame pero necesario en la existencia de la especie.

La ruinosa escisión entre Chiíes y Suníes, es decir, entre la vieja guardia del mahometismo que había acompañado al Profeta en su emigración -la Hégira- de La Meca a Medina, y los innovadores, iba a hacer que las aún frágiles estructuras del Estado nacional árabe se derrumbaran para siempre. La dinastía abasí que tomó el control del Califato en 745, expulsando a los Homeìadas, pronto quedó reducida al rango de esas monarquías feudales a las que el demasiado poder y lejanía de los señores feudales vacían de toda autoridad efectiva. El Califa quedó reducido al rango de mero jefe de la religión islámica, casi desprovisto de poder temporal. El desmembramiento del imperio fue rápido e irremediable. Pocos años después del levantamiento dinástica, los exiliados homeiades que habían escapado a la venganza de los vencedores se refugiaron en España y fundaron allí un emirato independiente. Más tarde, el Magreb y Egipto también se independizaron prácticamente del gobierno de Bagdad. Con el cambio de siglo, la involución fue completa. El Califato se reducía a gobernar, ni siquiera directamente, sólo Irak; el Islam estaba dividido entre numerosas dinastías más o menos independientes, el Estado nacional árabe parecía menos que un sueño.

La ausencia de un Estado nacional árabe inspirado en las monarquías nacionales que se estaban formando en Europa tuvo consecuencias históricas colosales. Es fácil pensar que un Estado nacional árabe firmemente construido podría haber evitado las victorias de las Cruzadas. ¿Acaso no fue a partir de esa época cuando Europa consiguió la supremacía sobre África y se opuso a ella? Si luego se considera que los golpes infligidos al poder árabe por los ejércitos cruzados sentaron las bases de la ruinosa invasión de los mongoles y, más tarde, de la conquista de los otomanos, se tiene una idea cabal de las repercusiones negativas que el fracaso de la unificación de los árabes tuvo en la historia de tres continentes.

Queriendo abandonar el campo de las conjeturas y permanecer en terreno histórico, del estudio del ciclo histórico de los árabes se desprende una conclusión que puede parecer casi obvia. Por su incapacidad para fundar un Estado nacional, los árabes pasaron de ser conquistadores a conquistados y quedaron apartados del progreso histórico, es decir, condenados a permanecer en el fondo del feudalismo mientras los Estados de Europa se preparaban para salir de él para siempre y adquirir así la supremacía mundial.

Ahora podemos explicar fácilmente las causas históricas de la caída de los árabes bajo el yugo de la dominación imperialista. En otras palabras, sabemos que el actual estado de desunión e impotencia de los árabes, que es la condición para la perpetuación de la explotación imperialista, se debe a dos causas: las ancestrales tradiciones conservadoras en el interior y la injerencia extranjera desde el exterior. ¿Qué significa esto políticamente? Significa que el mundo árabe debe asumir la tremenda tarea de una doble lucha: la revolución social y la revolución nacional, la revuelta contra las clases reaccionarias que transmiten tradiciones conservadoras ancestrales y contra los ocupantes extranjeros. Sólo una victoria en estos dos campos puede asegurar el triunfo de la unidad árabe desde el Océano Atlántico hasta el Golfo Pérsico.


El juego del imperialismo

De continuar por el camino recorrido, la balcanización de los árabes llegará a sus últimas consecuencias. Los árabes se amurallarán cada vez más dentro Se dice que los árabes caerán cada vez más en Estados prefabricados, Estados fabricados por el imperialismo y sus agentes, Estados azotados por una pobreza deprimente, desmoralizados por una impotencia insuperable, que consumirá su inútil existencia en luchas intestinas. Tal como están las cosas, no se sabe cuántos bloques interárabes existen. A las dos federaciones rivales que se disputan las adhesiones de los demás Estados (los sirio-egipcios han conseguido el voto de Yemen, los iraquí-jordanos siguen en la fase de cortejo de los sultanatos del Golfo Pérsico), amenazan con unirse -¡y se oponen!- a la Federación del Magreb, preconizada por Mohammed V y Burghiba, que debería incluir a Marruecos, Túnez y Argelia, cuando esta última obtenga la independencia. Pero ya se sabe, por los discursos anti-nasserianos de Burghiba, que la proyectada federación está orientada a favor de Occidente y en contra del pan-arabismo. Luego están los Estados de doble juego como Arabia Saudí, Líbano, y Libia que tienen una sonrisa para la Liga Árabe (¿por qué demonios la mantienen, aún en pie?) y dos sonrisas para el Departamento de Estado.

Pero el imperialismo no duerme tranquilo. Las alarmadas invocaciones del peligro ruso, las idealizaciones de las infiltraciones rusas en Oriente Medio y el Magreb sirven para ocultar el miedo real. Lo que realmente temen las burguesías europeas, y con ellas el imperialismo norteamericano, es un avance real del movimiento de unificación árabe. ¿Han pensado alguna vez en las enormes consecuencias que tendría la formación de un Estado árabe unido? Supondría el fin de la dominación colonialista en toda África, no sólo en el África árabe, sino también en el resto del continente habitado por pueblos blancos y negros, atravesados ​​por profundas heridas de rebelión. Los mitos que fabrica la clase dominante pretenden inculcar en la mente de las clases oprimidas el prejuicio de la inutilidad de la lucha contra el orden existente. Pues bien, ¿quién puede medir el gigantesco impacto revolucionario que tendrá el derrumbe del mito de la superioridad de la raza blanca?

Divididos en varios pequeños Estados, divididos por despreciables cuestiones dinásticas, devorados vivos por los canallas de los monopolios capitalistas extranjeros que entregan de buen grado grandes trozos de los beneficios del petróleo, enredados en las mortíferas alianzas militares del imperialismo, los Estados árabes no sólo no inspiran temor a los imperialismos sino que sirven de peones en su diabólico juego. Pero, ¿qué ocurriría si los árabes, superada la desunión suicida, lograran fundar un Estado nacional que abarcara todos los territorios africanos y asiáticos habitados por pueblos árabes? ¿Tendríamos sólo el despertar de toda África? No, todos los que militamos en el campo de la revolución comunista obtendríamos algo muy diferente. Podríamos presenciar la sentencia de muerte definitiva e inapelable de la vieja Europa, de esta sucia, corrupta y asesina Europa burguesa, mezclada con reacción y fascismo más o menos disfrazado, que durante cuarenta años ha sido el caldo de cultivo inagotable de la guerra imperialista y de la contrarrevolución.

Por eso estamos a favor de la revolución nacional árabe. Por lo tanto estamos contra los gobernantes de los Estados árabes que, o bien persiguen abiertamente objetivos separatistas y reaccionarios (las monarquías de Oriente Medio), o bien aspiran a un reformismo superficial y a la colaboración con Occidente (Burghiba, Muhammad V). Tampoco podemos, como hacen los comunistas de Moscú, apoyar incondicionalmente el movimiento panárabe de Nasser, porque hay en él demasiado lastre reaccionario disfrazado en vano por un hábil juego demagógico. El Estado nacional no será fundado por ellos. A cada uno de ellos le gusta hacerse pasar por campeón del Islam. Pero su islamismo se parece al de los compañeros de Mahoma, como el cristianismo de los católicos al de los agitadores de las catacumbas.