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Los crímenes del nacionalismo (L’Avanguardia, VII, n.294, 6 de julio de 1913) |
Las noticias que llegan estos días desde la península balcánica deberían hacer reflexionar profundamente a todos esos llamados anti-militaristas que aún son partidarios de la capciosa distinción entre guerras de conquista y guerras de independencia. Los representantes de ese subversivismo debilitado que se sitúa entre la democracia mercantil y la democracia social – muchos de los cuales todavía afligen y obstaculizan nuestra acción revolucionaria – ante las noticias de los conflictos entre los aliados de ayer, ven naufragar uno de sus dogmas más obstinadamente sostenidos: el de las autonomías nacionales.
Esta errónea convicción, que consiste en pensar que la burguesía pueda hoy defender, mediante la guerra, una causa de libertad del pueblo, y que el proletariado deba en tales casos seguirla, desarmándose de la lucha de clases para acudir a los campos de batalla en torno a las banderas nacionales, esta convicción, decimos, ha llevado a no pocos socialistas a celebrar la guerra de los cuatro Estados balcánicos contra Turquía.
La tesis no carecía de argumentos y podía seducir a todos: católicos convencidos, patriotas fanáticos, garibaldinos llegados con medio siglo de retraso y... marxistas de poca monta.
El himno fue casi general y el derroche de retórica que saludó la expulsión del turco de Europa, o casi, fue verdaderamente ensordecedor, llegando incluso a tapar los gritos y los lamentos de las víctimas masacradas en una guerra salvaje, en la que los soldados cristianos y civilizados demostraron que la educación de los cuarteles europeos los había llevado a un grado de ferocidad mayor que el de los bárbaros y musulmanes.
Pero hoy, firmada la paz (¡este sustantivo, desde Lausana, debe haber cambiado de significado!) los vencedores, al repartirse el botín – perdón, al estudiar el problema de las autonomías y de las razas... – están peleando seriamente, y parece que los problemas histórico-geográficos se resolverán aun dejando la palabra al cañón, que, en muchos otros casos similares, ha sido el único método verdaderamente autorizado para interpretar el democrático, pero nebuloso, derecho de los pueblos.
Dejando a un lado la ironía, constatamos que el momento actual nos permite afirmar que los móviles de la guerra en los Balcanes fueron la avidez de dominio de las dinastías y las clases ricas que las rodean, y que nada tuvo que ver la sed de libertad de los pueblos. Esta fue, en todo caso, defraudada, explotada, ahogada en sangre. Y vemos que en la época actual no se puede defender con la guerra una causa de libertad. El sentimiento nacional está fundado en otra cosa: en el ciego, triste y reaccionario odio de raza, que todos los que tienen sentido de libertad deberían rechazar. Quien lo reaviva y desata en el pueblo – todavía iluso de que el cambio de amo pueda beneficiarlo – es la burguesía que quiere empujarnos al oscurantismo del pasado y distraernos del ataque a sus instituciones prácticas.
No se invoque una mal digerida teoría de la evolución fatal de la sociedad burguesa, ni la necesidad de ayudarla a suprimir los restos del régimen económico y político feudal. Recuerden los partidarios de las guerras de independencia que el mismo sofisma sirve para defender las infames guerras de conquista colonial y las teorías asesinas del nacionalismo imperialista. El principio militarista es uno solo, no se puede dividir. Concédanle Domokos y los llevará a las “depuraciones de oasis” en Trípoli. Debemos combatirlo en todos los frentes y echarle en cara sus crímenes.
Así, hoy echamos en cara a los cuatro Estados balcánicos y a las cuatro coronas que los representan su asociación para delinquir, oculta de mala fe bajo el nombre de libertad. Y esperamos que el proletariado balcánico encuentre, bajo el uniforme militar serbio o búlgaro, el impulso de rebelión contra la nueva masacre a la que se lo arrastra, que encuentre el impulso de solidaridad y verdadera fraternidad, una fraternidad no como la que unió en la agresión a las cuatro dinastías, sino que haga levantarse a los pueblos contra ese enemigo común, que no se esconde bajo las banderas de la media luna, sino en las pobres y oscuras casas del trabajador, sea turco, serbio, búlgaro o griego; en las pobres casas desoladas, visitadas por la miseria y la muerte: el militarismo sanguinario, dinástico y burgués.